El concepto de ciborg y su relación con el feminismo han sido objeto de múltiples debates y reinterpretaciones, especialmente en los estudios de género, tecnología y poscolonialidad. Pero, ¿qué es el ciborfeminismo o cyborgfeminism? ¿Cómo surge y qué nos dice sobre nuestras experiencias contemporáneas con la tecnología? Este término agrupa un conjunto de producciones intelectuales y artísticas inspiradas en la metáfora del ciborg propuesta por Donna Haraway en su influyente Manifesto Cyborg (1985). Desde su publicación, Haraway plantea una figura híbrida que desestabiliza las categorías binarias tradicionales como humano/máquina, naturaleza/cultura y, fundamentalmente, hombre/mujer.
El ciborfeminismo se enraíza en una crítica al esencialismo de ciertos feminismos, proponiendo en su lugar un feminismo que abrace la complejidad, la ambigüedad y la multiplicidad. Desde esta perspectiva, la tecnología no es simplemente un conjunto de herramientas externas, sino una extensión natural del cuerpo y la mente humana. Haraway nos invita a imaginar un mundo en el que los límites entre lo orgánico y lo tecnológico se difuminan, abriendo la posibilidad de construir nuevas identidades y resistencias.
En sus inicios, este enfoque estuvo marcado por un optimismo palpable, como lo describe Judy Wajcman (2010), quien señala cómo los primeros teóricos creían que Internet, con su aparente descentralización, traería consigo una democratización inherente y una liberación para las mujeres. De manera similar, Marcela Lagarde (1997) conecta este horizonte con la noción de autonomía feminista, un ideal donde las mujeres y las disidencias sexuales pueden reclamar su soberanía en un mundo profundamente atravesado por relaciones de poder.
Sin embargo, este optimismo ha sido cuestionado desde diversas miradas críticas, particularmente en el contexto latinoamericano, donde las desigualdades estructurales históricas, como el colonialismo, el racismo y el capitalismo extractivista, atraviesan de manera diferente el acceso y uso de la tecnología. La promesa de liberación tecnológica se enfrenta a las realidades de concentración de poder y explotación de datos, perpetuadas por grandes corporaciones tecnológicas que operan bajo lógicas neoliberales y coloniales. En este contexto, la tecnología deja de ser neutral: es un campo de disputa política.
Ser ciborg, en lugar de ser simplemente una figura de emancipación, se convierte en un campo de tensiones. Por un lado, ofrece la posibilidad de superar las limitaciones físicas y biológicas, proporcionando mayor autonomía y libertad. Por otro, plantea el riesgo de que estas tecnologías sean utilizadas como mecanismos de control, vigilancia y explotación. La pregunta, entonces, no es solo cómo habitamos estas tecnologías, sino cómo las descolonizamos, feminizamos, queerizamos, etc.; en definitiva, cómo la politizamos.
Esto nos lleva a posibles preguntas que nos abran nuevos horizontes: ¿cómo podemos colectivamente subvertir las lógicas de opresión que operan a través de la tecnología? ¿Cómo diseñamos y apropiamos tecnologías desde una perspectiva ciborg transfeminista que no solo desafíe los binarismos, sino que también proponga un futuro donde la autonomía, la justicia y la dignidad humana estén al centro?
El transfeminismo, entendido como una herramienta epistemológica que, como señala Sayak Valencia (2018), busca desesencializar los movimientos feministas globales, se vuelve aquí indispensable. Como ciborg transfeministas creemos que este concepto nos permite repolitizar la relación entre cuerpo y tecnología, cuestionando las políticas de exclusión por motivos de género, raza, clase y capacidad. Esta perspectiva nos permite pensar en la figura de la ciborg como un espacio de resistencia y creación colectiva, un proyecto abierto que invita a imaginar nuevas formas de ser y estar en el mundo.
Toda tecnología es política
No nos cansaremos de repetir: la tecnología no es neutral, es política. Su desarrollo y aplicación reflejan las relaciones de poder que estructuran nuestras sociedades. Esto incluye la interacción entre tecnología y la construcción social del género, mostrando cómo las herramientas tecnológicas pueden desafiar, pero también perpetuar, normas de género. Como afirma Sequera (2017), la tecnología no solo no es neutra, sino que es colonialista y patriarcal, los códigos que gobiernan y moldean nuestras vidas están diseñados en su mayoría por hombres blancos, cisgénero y heterosexuales del norte global, quienes ocupan, la gran mayoría de los espacios de toma de decisiones sobre el futuro tecnológico.
La idea de que la tecnología puede perpetuar desigualdades no surge de su existencia como herramienta, sino de los sistemas de poder que guían su diseño y uso. Thomas y Buch (2008) subrayan que no basta con que una tecnología sea accesible para todas las personas; su impacto dependerá de cómo se inserta en las dinámicas sociales existentes. Como señala Scasserra (2022), incluso tecnologías como la aspiradora o el lavarropas, que podrían ser vistas como «neutras», han perpetuado las desigualdades de género, al ser utilizadas principalmente por mujeres debido a la distribución desigual del trabajo doméstico.
Estos sesgos también son evidentes en los sistemas algorítmicos. Las investigaciones de Buolamwini, Gebru y Raji (2020) demuestran cómo los prejuicios de género y raza se reflejan en tecnologías como el reconocimiento facial, impactando desproporcionadamente a mujeres racializadas. Cathy O’Neil (2016) señala en Weapons of Math Destruction que los modelos matemáticos, lejos de ser imparciales, están impregnados de las ideologías y valores de sus creadores. Los algoritmos, alimentados por datos incompletos o sesgados, perpetúan y amplifican estas desigualdades.
Las fases técnicas del desarrollo tecnológico, como la recopilación y limpieza de datos, la selección de algoritmos y la validación de modelos, suelen omitir consideraciones críticas sobre diversidad e inclusión. Esto afecta particularmente a las mujeres, quienes, debido a la sobrecarga del trabajo de cuidado, tienen menos tiempo para generar datos y participar activamente en la esfera digital (Scasserra, 2022). Además, las barreras económicas y de acceso limitan su capacidad para conectarse a Internet, con muchas mujeres dependiendo de planes de zero rating que restringen el uso de ciertas aplicaciones y herramientas (Karisma, 2016).
La falta de diversidad en la industria tecnológica no solo refuerza estos sesgos, sino que también estanca los esfuerzos por abordar estas desigualdades. Como ya señalamos desde TEDIC (2021), la diversidad en los campos tecnológicos sigue siendo insuficiente, lo que perpetúa un ciclo en el que las soluciones tecnológicas benefician principalmente a quienes ya están en posiciones de poder, necesitamos pensar en otro tipo de estrategias.
La cooperación internacional es importante para impulsar proyectos y avances, pero solo es significativa cuando cuestiona claramente los sistemas opresivos en los que se desenvuelve. Este enfoque fortalece la idea de que somos meros receptores de soluciones diseñadas por terceros, sin tener en cuenta los contextos y problemas estructurales únicos de cada país y territorio. Es decir, cualquier proyecto que no tome medidas específicas para visibilizar y responder a esta discriminación sistémica, contribuirá a fortalecerla. Debemos reconocernos como actores responsables de nuestro propio bienestar y exigir que nuestros Estados cumplan con sus obligaciones de garantizar nuestros derechos.
Además el riesgo se profundiza porque nuestros Estados latinoamericanos no cuentan con estructuras institucionales como marcos institucionales u organismos de supervisión con capacidad institucional para evaluar qué soluciones son realmente necesarias, para qué, y cuáles son los propósitos y objetivos de la implementación, además de supervisar esa implementación y brindar retroalimentación para las mejoras de la tecnología.
Pensar la autonomía como mecanismo emancipador
La autonomía, en este contexto, emerge como un elemento clave para reimaginar la relación entre tecnología y feminismo desde los territorios del sur global. Históricamente, los pueblos latinoamericanos han desarrollado prácticas de resistencia y resiliencia frente al colonialismo y el patriarcado, prácticas que hoy nos ofrecen un marco invaluable para pensar en una autonomía tecnológica feminista y colectiva. Este enfoque no solo desafía las dinámicas de poder globales, sino que también nos permite construir tecnología desde nuestras realidades, experiencias y necesidades locales (Ricaurte, 2023).
La tecnología, lejos de ser un fenómeno neutral, se inserta en las mismas lógicas opresivas que han gobernado nuestras sociedades. Mohamed et al. (2020) señalan cómo la colonialidad se reproduce en los sistemas tecnológicos a través de la explotación algorítmica y la desposesión, perpetuando la subordinación de los grupos históricamente marginados. En este contexto, Zuboff (2019) expone cómo el capitalismo de vigilancia funciona como una nueva forma de colonización, apropiándose de datos personales como si fueran recursos naturales explotables.
Es aquí donde la autonomía tecnológica feminista juega un papel crucial. No se trata únicamente de resistir el control tecnológico del norte global, sino de construir y apropiarnos de tecnologías que respondan a nuestras realidades y desafíos. Esto requiere una reflexión crítica sobre el conocimiento situado y la importancia de las epistemologías del sur. Gargallo (2018) subraya que la colonialidad no solo permea las esferas económicas y políticas, sino también la producción de conocimiento, percepción e imaginación. Por tanto, une ciborg feminista latinoamericane no solo usa tecnología; la reinventa desde su propia autonomía.
Marcela Lagarde (1997) ofrece un marco teórico invaluable para entender la autonomía como un proceso colectivo y en constante construcción. Desde esta perspectiva, la autonomía no es un destino, sino un camino que se recorre mediante la articulación de experiencias personales y colectivas. En términos tecnológicos, esto implica un rechazo al tecnosolucionismo y una apuesta por soluciones que nazcan de nuestras comunidades, que sean conscientes de nuestras luchas y que respeten nuestra dignidad.
La autonomía tecnológica no es simplemente la capacidad de usar herramientas; es la habilidad de diseñarlas, controlarlas y usarlas de manera que reflejen nuestros valores feministas. Esto incluye cuestionar los marcos regulatorios actuales que, en su mayoría, perpetúan estructuras de poder desiguales. El ciborg transfeminismo, entonces, no es solo un marco teórico, sino una praxis que nos invita a las a encontrar una nueva relación con la tecnología.
Referencias
Buolamwini, J., & Gebru, T. (s. f.). Gender shades. Algorithmic Justice League Project – MIT MediaLab. http://gendershades.org/index.html
Gargallo, F. (2018). Feminismo es la lucha de las mujeres para su buen vivir. En O. Bellani (Entrevistadora), Píkara Magazine. https://www.pikaramagazine.com/2018/11/francesca-gargallo/
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Fundación Karisma. (2016). ¿Cómo se contrata en América Latina el acceso a Internet? https://www.tedic.org/wp-content/uploads/2018/12/Informe-ISOC-Final-jun-27.pdf
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Ricaurte, P. (2023). Descolonizar y despatriarcalizar las tecnologías. Agenda Joven. https://investiga.uned.ac.cr/agendajoven/descolonizar-y-despatriarcalizar-las-tecnologias-paola-ricaurte-quijano/
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Thomas, H., & Buch, A. (Eds.). (2008). Actos, actores y artefactos: Sociología de la tecnología. Quilmes: Universidad Nacional de Quilmes Editorial.
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